No soy una persona miedosa, y aquel enorme piso de más de cien años que se encontraba cerca de la plaza de Oriente no me daba miedo. Más bien, me provocaba respeto, aburrimiento y rabia. Me sentía engañada por ese lugar que añoraba sus grandezas del pasado.

En mis últimos días de insomnio, había notado que a partir de las tres de la madrugada comenzaban a escucharse crujidos, roces y chasquidos en el piso. En una de esas noches, un relámpago sordo iluminó la habitación por un instante y pude ver, a contraluz, una pequeña figura al pie de mi cama. Mi corazón dio un salto y me pregunté si lo había visto realmente o si solo lo había imaginado.

Extendí mi mano con cuidado bajo la almohada, evitando mover la colcha, y presioné la pera de madera que encendía la lámpara del techo. ¡Allí estaba! Solo fue por un segundo, porque de alguna manera, desapareció. Pero tuve tiempo suficiente para ver sus ojos rojizos fijos en mí con asombro y la silueta de una cabeza achatada en la que se dibujaban unas orejas puntiagudas.

TESA, 15 AÑOS

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